Por eso, esta fotografía levanta la vista hasta las zonas sagradas, la sostiene frente a los trasiegos del hacer diario y no la baja ante la discriminación y el agravio. Quizá uno de sus méritos mayores, descontados los estético–formales, se encuentre en esta manera múltiple de acercarse a un mundo, a varios mundos, sin perder la distancia, que resguarda la diferencia y funda el juego de las miradas. La mirada del fotógrafo que perturba el discurrir del tiempo. La mirada del indígena que se siente contemplado y observa, directamente o no, a quien lo ve desde otro lado (aunque estuviere este lugar demasiado cerca, aunque comparta con este lado el mismo suelo árido o el mismo monte henchido de humedades). Y, por eso, en parte Juan Britos también retrata su propia condición de testigo asombrado, de solidario participante: de quien precisa afirmar su propio lugar para asumir una posición simétrica ante quien sostiene el suyo.
Nombrar al otro desde esa posición equilibrada exige diversos ángulos, distintos registros de mirada. Britos ordena las fotografías obtenidas en cinco escenarios, no obedece esta disposición a un orden lógico estricto ni resulta, por eso, en ámbitos cercados: cada serie comprende situaciones afines entre sí tanto por los hechos que nombran como por coincidencias estilísticas y compositivas y razones expresivo-formales. Por eso, no se trata de ámbitos acotados sino de registros de cuestiones emparentadas narrativa y visualmente entre sí.
La primera serie gira en torno a la subsistencia tradicional a cargo de los varones: el mundo de la caza y sus adyacencias. La caza significa para el indígena busca de alimento y metáfora de una relación ambigua con el medio: el animal es su contrincante, pero también su aliado: cazador y presa comparten la suerte difícil de los bosques sitiados. Por eso el indígena rodea de símbolos el acto de la cacería: negocia con el Señor de los Animales, a veces se disculpa mediante danzas u oraciones, realiza una ceremonia reparatoria. Mira el animal abatido desde el melancólico lugar del ganador que ha sacrificado un momento del conjunto y sabe que debe expiar su propia victoria.
El segundo ámbito está ocupado por la escena del drama sacro o el lugar de las certezas. Certezas cambiadas a veces: adulteradas en algún caso, negociadas en otro. Por un lado, se encuentran representaciones de rituales de origen tradicional. Así, el complejo ceremonial de los ebytoso-chamacoco: custodiados por los shamanes, dioses y hombres intercambian sus lugares para compensar los vaivenes de la naturaleza y los agravios de la historia. O bien, la exhortación vehemente o el canto propicio del shamán ante la comunidad chamacoco. O la danza de iniciación femenina nivaklé. Por otro lado, aparecen nuevas formas de religiosidad que suponen sincretismos complejos, estrategias adaptativas o cambios forzosos, como la escena de recogimiento espiritual colectivo en Puerto Barra, donde los aché enfrentan situaciones nuevas sobre el fondo de su memoria arcaica y aún reciente.
El mundo infantil anticipa y reimagina el de los adultos en registro de entrenamiento y de juego. Sonrientes, graves, asustados, nunca demasiado cándidos, los niños y niñas se inician en los códigos sociales, se asoman al cerco de sus responsabilidades, se alejan corriendo, riendo, exploran los límites, aprenden a sobrevivir entre dos mundos: el de la necesidad y el de las ganas; el de la historia propia y el de la impuesta o apropiada. El tercer capítulo se ocupa de este espacio.
El cuarto se refiere a otro lugar de faenas y trabajos. Algunos tradicionales, como la recolección femenina del caraguatá (en este caso ayudada por el uso de una camioneta); otros, empujados por requerimientos nuevos que desbordan los códigos ancestrales, llevan a hombres y mujeres a transitar regiones alambradas, surcar el río en barcos, negociar con estancieros, criar extrañas aves de corral, comer carnes domesticadas.
El último lugar es un deslugar. O un lugar movedizo, inestable, desarraigado de su propio suelo. Señala el tránsito forzoso de quienes han perdido sus territorios o sus condiciones básicas de vida e intentan conquistar nuevos espacios de supervivencia. Allá van, recelosos, cargados de pocos enseres y de alguna esperanza obstinada. Son ayoreo o nivaklé que migran a Filadelfia, ciudad ubicada en el centro del Chaco; quizá logren la función de mano barata de las estancias cercanas. Son mbyá que llegan a Asunción desatinados, destinados a esquinas hostiles, del otro lado del margen. Son manifestantes que se apostan frente al Congreso para esgrimir sus reivindicaciones de tierras incautadas.
Lo hace, específicamente, con la imagen del demandante que espera, alerta y abstraído, frente al edificio del Congreso; de espaldas a la Catedral, que no puede ser vista; a un costado del río, convertido en una franja leve de pura ausencia grisácea. Los indígenas están separados por una valla, segregados. Dos jóvenes contemplan la calle, convertida en vacío, en puro lugar de sombras. Un grupo de hombres y mujeres avanza hacia delante: se retiran ellos o se aprestan para la marcha. El hombre todavía está de pie. Resiste en su lugar, callado.
Ticio Escobar
Ministro de Cultura de Paraguay
Agosto de 2003
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